

Le he estado dando muchas vueltas al tema del dolor. Cualquier tipo de dolor, físico, emocional, psicológico… Tenemos una tendencia a huir de él. El dolor es desagradable, incómodo. Nos deja en tensión, en alerta. Nuestro cuerpo nos avisa de que algo no funciona adecuadamente mediante ese mecanismo. ¿Es posible que hayamos obviado señales más leves que anticiparon la respuesta dolorosa que sentimos ahora? ¿O es esa la única forma que tenemos de darnos cuenta de que algo está realmente mal, de que algo necesita urgentemente nuestra atención?
¿Por qué entonces tanto miedo a mirar? ¿Por qué, una vez adormecido, no indagamos para que no vuelva a aparecer?
El dolor es la alerta. Me duele la muela. Busco un calmante, el que sea, farmacológico o natural, para detener el dolor y por tanto la respuesta de mi sistema. Y una vez pausado, lo normal, lo saludable, sería acudir al dentista y comprobar qué causa el dolor de muela. Fácil, ¿verdad? Y aun así, como persona que ha tenido auténtico terror al ir al dentista, el miedo que aparece en la mente, las ideas, las imaginaciones ante lo que pudiera ocurrir son tan intensas, que a veces impiden ese movimiento saludable para “atajar” el problema.
Hacemos esto con el cuerpo, lo hacemos con los pensamientos, con las emociones… Adormecemos la alerta, apagamos el zumbido del despertador, por cinco minutos más de supuesta calma, de paz, de no mirar. Porque mirar se convierte en una invitación a aceptar que quizás hay algo que hace tiempo que no iba bien. Que quizá sí que habíamos estado recibiendo señales, conscientemente o no, sobre aquello que no quiere ser visto por la mente.
Y silenciamos el dolor. El dolor que nos producen las migrañas constantes, el dolor que sentimos al llegar al trabajo y ver otra vez a esa persona con la que nos llevamos tan mal, el dolor de llegar a casa y que no haya nadie para recibirnos, el dolor de nuestra espalda al coger peso excesivo y no parar porque de nuestro sueldo sale el sustento de nuestra familia. Dolor, dolor. El dolor de la pérdida de aquella relación que habíamos idealizado, de aquellas amistades que se rompieron sin saber por qué, del estrés constante que nos llevamos a casa y que no podemos gestionar.

Y al silenciar todo ese dolor dejamos de mirar. Porqué hemos encontrado la solución. La fórmula para alargar esos ‘5 minutos más’. Mediante la postergación, mediante los calmantes, el alcohol, el trabajo excesivo, las redes sociales, la rabia, las drogas, el deporte excesivo, cualquier cosa… Cualquier cosa que nos ayude a no mirar eso que duele tanto, que tortura tanto nuestro ser.
Y, ¿qué hacemos con todas esas personas adictas a algo para silenciar su dolor? ¿Cómo las miramos? ¿Las juzgamos? ¿Las entendemos? ¿Miramos más allá? Porque me pregunto, ¿es posible mirar más allá de la coraza de los demás si soy incapaz de mirar más allá de la mía propia? ¿Pueden servirme de espejo? Espejo de lo que quiero ver y no veo, de lo que puedo hacer y no hago.
¿Cómo silenciamos el dolor? ¿Y cómo somos capaces de darnos cuenta, pedir ayuda y empezar a sanar?